La
vida es un soplo, un susurro, un murmullo, una gota titilante. La vida es una
flor en la que cada uno es un caliz rodeado de muchos pétalos que de vez en
cuando caen. Hoy ha caído uno de los más grandes y hermosos, rojo intenso y
perfumado. Y el caliz, de esta forma, queda cada vez más desprotegido. Y sobre
todo, un poco más huérfano. Expuesto a cualquier vaivén.
Una gran parte de mi caliz se explica por ese
pétalo. Una gran parte del carácter, de la forma de ser, de ver la vida, el
mundo. De sentir. El color intenso. El mirar al sol. Se cae además, el pétalo
que más equilibrio daba al conjunto. En realidad, incluso, más que un pétalo a
sostener, eras un tallo, y por lo tanto con vocación de soportar; de tener.
También de ese tronco, que no tallo, salía mi caliz.
No sé, en realidad, cuál es el punto de
partida, el primer recuerdo. Quizá sea la anécdota mil veces contada por mi
abuela, que de tanto correr y poner nervioso/loco al personal, primero me
quitabais las zapatillas y luego los calcetines. Y como pese a aquellas medidas
lo único que variaba era la velocidad en aquel empedrado de enfrente de casa,
al final tenía que venir el abuelo a traerme de vuelta, pero de la oreja.
La relación abuelo-nieto, siempre se labra y se
cultiva desde la infancia, se fragua desde allí, con experiencias indelebles a
los que los abuelos se lanzan sin complejos, siendo aún más críos que aquellos
a los que desafían; ya sea con carreras de sacos, ayudando a buscar algún
“escondite secreto” o con un simple paseo por el campo en octubre-noviembre,
aprendiendo, entre otras cosas, a distinguir las setas.
Siento en el alma que no me hayas visto de
vuelta a mi/nuestro país, a casa. Me hubiera encantado que nos hubiéramos visto
estando yo de vuelta, ya asentado. Pero sabes tan bien como yo que esto es algo
esporádico, coyuntural, pasajero. Fuiste el primero en salir de la misma casa a
la que tanto queremos y tanto amamos. Pero tu caso fue grande. Y lo resolviste
de forma grande, como sólo así podía ser. “Pues tú, que ya tienes trabajo aquí,
pudiendo salir fuera a ganar más”, soltaron con desdén. Tú. En aquella época.
Que ya tenías trabajo. En España. Y saliste. Contra tu voluntad, pero saliste. Para
demostrar muchas cosas que, vistas ahora, no hacían falta. Y lograste el
trabajo fuera; pero como la casa no hay nada, y volviste, y rechazaste lo que
te volvían a ofrecer. Y buscaste algo mejor. Otro cambio. Demostrar que eras
más grande que todo aquello. Mucho más grande. Que te ibas por desafío, que volvías
por amor, y sobre todo, que decidías tú. Te volvieron a llamar y escogiste otra
cosa. Un trabajo. Y otro. Y el tercero aún mejor. A tu edad estudiaste,
aprobaste y p’alante. Escogiste tú. Ésa es la gran diferencia. En tu caso,
estabas donde querías, no donde no te quedaba otro remedio.
Me lo dijiste muchas veces: “yo he tenido la
suerte de que Dios me ha dado las dos cosas”. Y entonces te tocabas un brazo y
la cabeza, indistintamente del orden.
En aquel sentimiento especial, entraban
múltiples y repetidas conversaciones nocturnas sobre la más variopinta variedad
de temas. A veces se me hacía difícil seguirte. De lejos y con la lengua fuera,
en más de una ocasión. Más de una vez hube de acudir a tu silla de la ventana e
interrumpir tus lecturas del oeste, que te imbuían por completo en aquel mundo
de forajidos donde, según Marcial L. Estefanía, siempre ganaba el más alto, que
también era el más limpio de corazón y al tiempo, el más rápido con el revólver
en aquel mundo inhóspito al que tus lecturas te transportaban. Y acudía para
que me sacaras de mi propio mundo inhóspito, organizado, más de una vez, en
torno a algún problema matemático o estadístico, ya incluso de la universidad.
Mundo inhóspito para mí, claro. Para ti aquello era un paraíso de coser y
cantar.
Realmente era cierto. Muchas veces me
pregunté cómo habías hecho/Dios había hecho para unir fuerza y cabeza en el
mismo ente. Resultaba realmente magnífico, una maravilla ver trabajar en el
huerto aquella sucesión de músculos y piel del color de la tierra; en
vacaciones, en el tiempo libre. Pero te fiabas más de la cabeza. Más de una
vez, ayudándote en el huerto, este ingenuo pensaba arreglar las faenas del
campo a las bravas, por la (escasa, sobre todo a tu lado) fuerza, basándose en
una asociación tan ridícula como infantil. Ya sea intentando arreglar los
pozos, o con la manguera, o con lo que fuera. Y ante mi (desesperada e inútil)
fuerza, surgía tu cabeza. “Más vale maña...”
El
Land Rover que tanto adoraba, con aquella escalera en el techo, y que cogías
siempre dispuesto en cuanto el deber precisaba. La de paseos que me has
dado con él. Con aquellos mismos brazos, del color de la tierra, moviendo con
increíble facilidad aquella palanca. Y el mismo Land Rover que más de una vez te
he visto (oído) coger a las tantas de la madrugada, cuando era pequeño, cuando se
necesitaban imperiosamente tus conocimientos para salir en medio de la tormenta
de nieve, recorrer el cableado eléctrico para encontrar el destrozo, y
repararlo, apelando a tus estudios. Todo para que el pueblo, o cualquiera de
los de al lado, tuviera luz. Cabeza y fuerza. Ambas cosas te dio Dios.
Si
algo heredé de ti, creo que fue aquella capacidad infinita de trabajo, de
sacrificio, de esfuerzo. Inagotable. Fuiste el único que no se me echó encima
cuando en 2003 sufrí mi particular “annus horribilis”. “Tú hacia adelante. ¿Que
ha pasado todo esto? Sí, ¿y qué? ¿No eres mucho más que todo esto? Poco a poco,
humilde y constante. Pasito a pasito pero hacia adelante. Mañana será otro día.
Y mañana volverá a amanecer”. Fuiste el único que no pusiste más presión de la
que ya había. Antes al contrario, quitaste buena parte de ella, para cargarla
sobre tus propios hombros.
Lo
único que te puedo decir es que estoy orgulloso de ti, que eres el mejor abuelo
que he podido tener (los dos, tú y Pedro) y que realmente te he admirado
siempre. Y creo que como yo, muchos, porque en el pueblo, siempre has sido
querido, respetado, y como yo, también te han admirado. Por donde has ido has
dejado buenos recuerdos. Incluso muchos años después de haberte jubilado, la
gente me preguntaba por ti, a muchos kilómetros de Hontoria, dependiendo del
destino de la bicicleta. Los recuerdos perduran.
Pese
a tu edad, te he visto siempre con un libro entre las manos. Una mano apoyada en la cabeza, en el alféizar interior de la ventana, fruncido el ceño abosrbido por la lectura. La otra sujetando el libro, ya fuera de
Marcial, un Atlas o remirando cualquiera de los tratados de varios centímetros
de grosor que tuviste que interiorizar. Se hace difícil de asimilar, para
alguien que también ha levantado su cochera o su propia casa. Sobre todo, para
alguien de aquella España.
Solamente
puedo darte las gracias por esos 27 años, en los que me has dado tanto, sin
parar, a manos llenas. Tener un pueblo, una infancia en un pueblo, con tantos
amiguitos para jugar sin las restricciones horarias de la ciudad. Y mi primer
gran trabajo, que también fue tuyo en su momento. Y los paseos en el monte. Y
ver juntos La Vuelta. Y alternar. Eres de lo mejor que me ha pasado en mi vida, de lo mejor
que he tenido y tengo; y por favor, espérame porque algún día también me
reuniré contigo. Ese día, dejaremos de ser pétalo y caliz, para ser dos flores
de pieza única.
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